En un callejón de Copacabana, ya muy cerca de su vecina Ipanema, resiste un minúsculo local con aire de antro antiguo y grasiento. Cientos de fotos polvorientas cuelgan de la pared. En los estantes se apilan botellas vacías de cachaça y vodka, testigos inertes del paso del tiempo. Al cruzar su puerta, nada te hace sospechar lo que allí sucede todas las noches, oculto, secreto, casi ritual. El antro mugriento y añejo se transforma como por arte de magia en un espacio sutil, delicado, mágico, donde la música y el silencio lo llenan todo y a todos. Es el mítico Bip Bip.
El 13 de diciembre de 1968, mientras el funesto Arthur da Costa e Silva cerraba el congreso y se otorgaba a si mismo poderes casi omnímodos para reprimir las protestas contra la dictadura militar en Brasil, una persiana se levantaba por primera vez en la Rua Almirante Gonçalves de Rio de Janeiro. Era el Bip Bip abriendo sus puertas. Años más tarde, en 1984 y al borde del final de la dictadura, Alfredo Melo, de orígenes humildes y hastiado por la corrupción en el Estado, decide dejar la correduría de fondos públicos y comprar el local. Apasionado de los ritmos brasileros, Alfredinho, como le conoce todo el mundo, ofrece su local a los músicos cariocas para que suene la samba, la bossa, el choro… Y seguramente lo hace por dar rienda suelta a su pasión, pero así ocurre. Artistas jóvenes y viejos, desde consagradas estrellas de la música brasilera a principiantes que quieren compartir en directo, o simplemente amantes de la música, empiezan a reunirse en el pequeño local para compartir unos tragos y disfrutar de la música.

Detalle del baño del Bip Bip de Rio de Janeiro

Detalle de uno de los estantes del Bip Bip: «Si bebes para olvidar, paga antes de beber»
Hoy, 32 años después, el peculiar Alfredinho se sigue sentando todas las noches frente a una mesa en la que, con la firmeza de un director de orquesta, organiza todo en el espacio. Se ocupa de que los a músicos no les falte nunca qué beber mientras hace señas a la segunda o tercera fila, que tienen secuestrada la vereda, para que dejen paso a los peatones. Apunta en su cuaderno cada vez que alguien entra y se sirve su bebida. Y luego cobra, cuenta y ordena, con constancia de insecto, las ganancias de las latas de cerveza y las cachaças que corren con alegría –y que luego invierte, como comprometido socialista, en financiar proyectos sociales en barrios pobres-. Y tiene tiempo para saludar a cada uno de los vecinos que le abrazan, cariñosos, al pasar a su lado. Y hasta reparte su caja de dulces a los chiquillos que vuelven a casa tarde, casi dormidos, después de acompañar a sus padres a una aburrídisima reunión de amigos.
Y mientras él se mueve, siempre pausado y discreto, la magia ocurre dentro del Bip Bip. Seis músicos, de diferentes edades y colores de piel, están reunidos alrededor de una mesa. El contrabajista da las primeras notas, como si sólo estuviera calentando los dedos, pero el viejo guitarrista ya se ha cogido al compás y empieza a jugar con acordes menores, tristes, a los que va intercalando el contraste de un mayor suelto mientras sonríe cómplice, profundo, discreto. Y así, con la armonía de lo que acontece naturalmente, hay un oboe, dos guitarras, pandeiro, tambourine y contrabajo sonando sutiles, sin amplificación alguna; obligando a los presentes a estirar sus oídos al interior del local. Y entonces ella abre sólo un poco los labios, muy suave, y deja escapar palabras de Jobim, Gilberto o Vinicius. Y todo el mundo enmudece, escucha con una atención que asusta y la bossa se toma el lugar, desde las entrañas de ese antro se abre paso hacia la calle y se lo traga todo a su paso. Y después de tres minutos, o cinco o siete, cuando la música cesa, Alfredinho alza las manos y chasquea los dedos, celebrando lo ocurrido, invitando a todos a evitar el estruendo del aplauso, manteniendo el silencio vivo, evitando apagar la música.
Alfredinho cuenta que ya le han ofrecido un buen dinero por convertir el Bip Bip en lago más comercial. “Até chineses”, bromea. Ha tenido también problemas con el municipio de Rio, que le molesta por poner las mesas en la calle. Pero el viejito, constante, sentencia: “Eu fico na minha. Não dá para abandonar tudo o que construímos.”
Y ese espectáculo maravilloso tiene lugar cada noche desde hace más de 30 años. Excepto los sábados, en los que los rigores del mundo moderno y la música estridente y pasada de decibelios, agoreros, se toman la calle. Y uno siente, con cada nota y con cada acorde, el sabor de lo viejo, la sopa de la abuela, el balón rodando al medio de la calle, los gritos de la madre llamando al almuerzo. En fin, el sabor de algo hermoso que se resiste al paso del tiempo.
2 comments
Genial!!!
[…] que hayamos visto en la vida y donde el respeto a los músicos es religión (tanto nos gustó que le dedicamos un artículo). Otro clásico y pequeño bar es el Trapiche Gamboa, donde todavía se puede uno mezclar con […]